miércoles, 24 de enero de 2018

Calle Mesón del Moro.

En nuestro recorrido por Sevilla merece la pena detenernos y estudiar algunas curiosidades que almacena la calle del Mesón del Moro.
Destaca que esta travesía aún conserva su nombre intacto después de tantos siglos. Muchas fueron las calles que con su nombre hacían homenaje al pueblo musulmán que durante tantos siglos dominó Sevilla. En la mayoría de los casos ya no existe constancia documental, un ejemplo de esto fue la Calle del Moro Muerto, que se desconoce la razón de su denominación y que en 1839 mudo su nombre en atención al poeta como calle Reinoso, denominación que aún perdura actualmente. Al final de esta estrecha calzada encontramos la de Susona, cuya historia guarda cierto parecido a la calle Mesón del Moro.





Fue a instancias de Don Diego de Guzmán, que el Procurador Mayor del Concejo sevillano D. Rodrigo de Arcos consigue en 1495 un privilegio de los propios Reyes Católicos según el cual se le concede en exclusiva el ofrecimiento de alojarse a los moros que visiten la ciudad y lógicamente lo soliciten. Rodrigo de Arcos instaló su negocio en los actuales números dos al seis de la calle y en el catorce.


A principios del siglo XIX existe constancia que este edificio ya se dedicaba a ser cuadras de caballos de postas, y más tarde, hacia finales de la centuria como cocheras de carruajes de alquiler.
Quevedo nos sitúa aquí en un episodio del “Buscón”.


Hoy en día en el número seis de la calle, también llamada en el siglo XVI como Mesón de Los Moros, destaca el restaurante pizzería San Marcos, que conserva los baños moros mejor cuidados de la ciudad de Sevilla.

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Dichos baños fueron localizados y asimilados como comedor del local en su puesta a punto hace más de treinta años. En el número diez ya hace décadas en unos trabajos de restauración también aparecieron restos de estos baños antiquísimos.
Pero fue mucho antes cuando se documenta la razón del nombre de la calle. En tiempos de la Reconquista cristiana, cuando el rey Fernando III está inmerso en la redistribución de la ciudad, se encontró con un sector de la población afincado en los alrededores de la mezquita mayor, desde entonces la Catedral, que habían gozado de grandes riquezas y privilegios y al perder la guerra no querían perder también la ciudad donde habían nacido. El bando cristiano fue la religión dominante y ante cualquier asunto en contra de sus creencias eran severos y drásticos y no se andaban con remilgos a la hora de juzgar a los infieles. Consecuentemente los judíos mostraban su mejor cara y sus más amables costumbres y maneras hacia los vencedores. El Moro, que da nombre a la calle, era un máximo exponente de todo lo anteriormente mencionado. Hach Elarbi, como así se llamaba el posadero en cuestión procesaba una amabilidad sin límites con todos sus clientes, independientemente de su naturaleza religiosa. Pero su odio a aquellos que le habían alejado de sus riquezas y su anterior privilegiada posición, no tenía fin. Debía tener a todo el mundo engañado pues se le había concedido la posibilidad de regentar una posada que ofrecía alojamiento especialmente a los de su etnia, y aunque su posición social había descendido a lo más bajo ostentaba un medio de vida decoroso comparado con la mayoría de musulmanes que aún permanecían entre los cristianos. De él Bécquer llegó a escribir:  “era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita”.


Cuenta la historia que una noche de duro invierno se presentó a la posada un cristiano ataviado con aparatosa y no muy lujosa vestimenta, Hach Elarbi le dispuso algo de carne y pan negro a la que el huésped dio buena cuenta antes de retirarse a descansar a su humilde aposento preparado por el mesonero. El moro solía levantarse a media noche a rezar sus oraciones, y cuál fue su sorpresa al distinguir luz en la dependencia del forastero y al acercarse para saciar su curiosidad entre los maltrechos tablones que conformaban la estancia del huésped, pudo apreciar como se afanaba en contar muchas monedas de oro que guarda en una bolsa entre su equipaje. Al comprobar el moro que su cliente después del recuento de monedas se disponía a rezar con un rosario, no dudo en entrar a la habitación y dar muerte al cristiano. Acto seguido ocultó el cadáver en una cueva y escondió el tesoro de monedas en un apartado rincón del edificio. Años permaneció la fechoría sin descubrir hasta que una fortuita casualidad dejo al descubierto al fallecido. En febrero de 1250 el moro fue decapitado y su cabeza ensangrentada estuvo durante algún tiempo expuesta en la fachada del mesón que regentaba. Al igual que sucedió en la hoy conocida calle Susona.
En este lugar también se encontraba una de las tres puertas con que contaba la Judería: la de Altambor, llamada así porque al toque del tambor todos los días a las seis de la tarde se cerraba hasta doce horas después (las otras puertas, eran la de la Carne, conocida por los judíos como Minjoar y la del Arquillo que nos deja el patio de Banderas, conocida por los árabes como la puerta de las Perlas.

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